viernes, 11 de marzo de 2011

Citas de Žižek sobre lo Real y la realidad

El concepto lacaniano de lo Real[1]

Lo Real como punto de partida, la base, el fundamento del proceso de simbolización (por ello Lacan habla de la “simbolización de lo Real”) —a saber, lo Real que en cierto sentido precede al orden simbólico y es estructurado subsiguientemente por él cuando queda atrapado en su red: éste es el gran tema lacaniano de la simbolización como un proceso que mortifica, drena, vacía, cincela la plenitud de lo Real del cuerpo vivo. Pero lo Real es al mismo tiempo el producto, el remanente, el resto, las migajas de este proceso de simbolización, los residuos, el exceso que elude la simbolización y que en cuanto tal es la simbolización la que lo produce. En términos hegelianos, lo Real está a la vez presupuesto y propuesto por lo simbólico. En la medida en que el núcleo de lo Real es la jouissance, esta dualidad adopta la forma de una diferencia entre jouissance, goce, y plus-de-jouir, el plus-de-goce: la jouissance es la base sobre la que actúa la simbolización, la base vaciada, desencarnada, estructurada por la simbolización, pero este proceso produce al mismo tiempo un residuo, un resto, que es el plus-de-goce.


Lo Real es la plenitud de la presencia inerte, la positividad; nada falta en lo Real —es decir, la falta la introduce únicamente la simbolización; es un significante que introduce un vacío, una ausencia en lo Real. Pero al mismo tiempo, lo Real es en sí un agujero, una brecha, una abertura en pleno orden simbólico —es la falta en torno a la que el orden simbólico se estructura. Lo Real como punto de partida, como base, es una plenitud positiva sin falta; como producto, como un resto de la simbolización, es, en cambio, el vacío, la vacuidad que la estructura simbólica crea y circunda. Podríamos también abordar el mismo par de opuestos desde la perspectiva de la negatividad: lo Real es algo que no puede ser negado, un dato positivo e inerte que es insensible a la negación, que no puede ser atrapado en la dialéctica de la negatividad; pero hemos de agregar de inmediato que esto es así porque lo Real, en su positividad, no es nada más que una encarnación de un cierto vacío, falta, negatividad radical. No puede ser negado porque ya es en sí, en su positividad, nada más que una encarnación de una pura negatividad, vacuidad. Esta es la razón de que el objeto real sea un objeto sublime en un estricto sentido lacaniano —un objeto que es sólo una encarnación de la falta en el Otro, en el orden simbólico. El objeto sublime es un objeto que no puede ser abordado de demasiado cerca: si nos acercarnos demasiado a él, pierde sus rasgos sublimes y se convierte en un objeto vulgar y común —sólo puede persistir en un interespacio, en un estado intermedio, divisado desde una determinada perspectiva, medio visto. Si queremos verlo a la luz del día, se transforma en un objeto cotidiano, se desintegra, precisamente porque en sí no es nada. Tomemos como ejemplo una conocida escena de la Roma de Fellini: unos obreros que excavan túneles para el metro encuentran los restos de unos edificios romanos antiguos; se avisa a los arqueólogos y, cuando entran en los edificios todos juntos, les aguarda una vista maravillosa: paredes llenas de hermosos frescos con figuras inmóviles, melancólicas —pero las pinturas son demasiado frágiles, no pueden soportar el aire libre y comienzan a desintegrarse de inmediato, dejando a los espectadores sólo entre paredes en blanco…


Como ya ha señalado Jacques-Alain Miller (en su seminario inédito), el estatuto de lo Real es al mismo tiempo el de la contingencia corporal y el de la consistencia lógica. En un primer acercamiento, lo Real es la conmoción de un choque contingente que altera la circulación automática del mecanismo simbólico; un grano de arena que nos impide un funcionamiento sin trabas; un choque traumático que desbarata el equilibrio del universo simbólico del sujeto. Pero, como hemos visto con referencia al trauma, precisamente como irrupción de una contingencia total, el suceso traumático no está dado en ningún lugar en su positividad; sólo con posterioridad se puede construir lógicamente como un punto que elude la simbolización.

Si intentamos captar lo Real desde la perspectiva de la distinción entre quid y quod, entre las propiedades de una naturaleza simbólico-universal atribuidas a un objeto y este objeto en su carácter dado, un plus de una x que elude, en su positividad, la red de las determinaciones universales-simbólicas —es decir, si tratamos de abordar lo Real a través del campo abierto por la crítica de Kripke a la teoría de las descripciones— diríamos, en primer lugar, que lo Real es el plus de quod sobre quid, una pura positividad más allá de la serie de propiedades, más allá de un conjunto de descripciones; pero a la vez, el ejemplo del trauma demuestra que lo Real es también exactamente lo opuesto: una entidad que no existe pero que tiene a pesar de todo una serie de propiedades.


Por último, si tratamos de definir lo Real en su relación con la función de lo escrito (écrit, y no la écriture posestructuralista), hemos de declarar, claro está, en un primer acercamiento, que lo Real no puede ser inscrito, que elude la inscripción (lo Real de la relación sexual, por ejemplo); pero a la vez, lo Real es lo escrito en tanto que opuesto al significante —el écrit lacaniano tiene estatuto de un objeto, no de un significante.

Esta coincidencia inmediata de determinaciones opuestas o incluso contradictorias es lo que define el Real lacaniano. Así pues, podemos diferenciar entre el estatuto imaginario, simbólico y real de los pares de opuestos. En la relación imaginaria, los dos polos de la oposición son complementarios; construyen juntos una armoniosa totalidad; cada uno de ellos da al otro lo que al otro le falta —cada uno de ellos llena la falta en el otro (la fantasía de la relación sexual plenamente realizada, por ejemplo, en la que hombre y mujer forman un todo armónico). La relación simbólica es, en cambio, diferencial: la identidad de cada uno de los momentos consiste en la diferencia que guarda con el momento Opuesto. Un elemento dado no llena la falta en el otro, no es complementario del otro sino que, al contrario, toma el lugar de la falta en el otro, encarna lo que falta en el otro: su presencia positiva no es sino una objetivación de una falta en su elemento opuesto. Los opuestos, los polos de la relación simbólica, cada uno de ellos a su manera devuelve al otro su propia falta; ambos están unidos con base en su falta común.
Ésa sería también la definición de la comunicación simbólica: lo que circula entre los sujetos es sobre todo un vacío; los sujetos se pasan de uno a otro una falta común. Según esta perspectiva, una mujer no es complementaria de un hombre, sino que ella encarna la falta de él (por eso Lacan puede decir que una mujer bella es la perfecta encarnación de la castración del hombre). Por último, lo Real se define como un punto de inmediata coincidencia de los polos opuestos: cada polo pasa inmediatamente a ser su opuesto; cada uno es en sí su propio opuesto. La única contrapartida filosófica en este caso es la dialéctica hegeliana: muy al principio de la Lógica, el Ser y la Nada no son complementarios, ni tampoco Hegel pretende que cada uno de ellos obtenga su identidad mediante su diferencia con respecto al otro. De lo que se trata es de que el Ser, cuando tratamos de captarlo “como es”, en su pura abstracción e indeterminación, sin ulterior especificación, se manifiesta que es Nada.

Otro ejemplo, tal vez más próximo al Real lacaniano, sería la crítica de Hegel a la Cosa-en-sí [das Ding-an-sich] de Kant. Hegel intenta mostrar que esta famosa Cosa-en-sí, este plus de objetividad al que no se puede alcanzar mediante el pensamiento, esta entidad trascendente, es efectivamente una pura “Cosa-de-Pensamiento [Gedankending]”, una pura forma de Pensamiento: la trascendencia de la Cosa-en-sí coincide inmediatamente con la pura inmanencia del Pensamiento. Es decir, ¿cómo alcanzamos, cómo construimos la idea de una Cosa-en-sí? Por medio de una abstracción, mediante la sustracción de todas las determinaciones particulares y concretas de la objetividad que se supone que dependen de nuestra subjetividad —y lo que queda después de esta abstracción de todos los contenidos particulares y determinados es precisamente una forma de Pensamiento pura y vacía.

Lacan da la clave de esta paradójica coincidencia de opuestos en su seminario Aún cuando indica que “lo real puede inscribirse [peut s’inscrire] sólo mediante un bloqueo insuperable de la formalización” (Lacan, 1975, p. 85). Lo real es obviamente, en un primer acercamiento, aquello que no puede inscribirse, que “no cesa de no escribirse [ne cesse pas de ne pas s’écrire]” —la roca contra la que cualquier formalización tropieza. Pero es precisamente a través de este fracaso que podemos en cierta manera rodear, localizar el lugar vacío de lo Real. En otras palabras, lo Real no puede inscribirse, pero podemos inscribir esta imposibilidad, podemos ubicar el lugar que tiene: un lugar traumático que es causa de una serie de fracasos. Y en conjunto, la tesis de Lacan es que lo Real no es más que esta imposibilidad de su inscripción: lo Real no es una entidad positiva trascendente, que persiste en algún lugar más allá del orden simbólico como un núcleo duro inaccesible a éste, una especie de “Cosa-en-sí” kantiana —en sí no es nada, sólo un vacío, una vacuidad en una estructura simbólica que marca alguna imposibilidad central. En este sentido es en el que se ha de entender la enigmática frase lacaniana que define al sujeto como una “respuesta de lo Real”: podemos inscribir, circundar el lugar vacío del sujeto a través del fracaso de la simbolización de éste, porque el sujeto no es sino el punto fallido del proceso de su representación simbólica.

En la perspectiva lacaniana, el objeto como real es entonces, en un último análisis, sólo un cierto límite: podemos rebasarlo, dejarlo atrás, pero no podemos alcanzarlo. Esta es la lectura lacaniana de la clásica paradoja de Aquiles y la tortuga: Aquiles, por supuesto, puede rebasarla, pero no Puede alcanzarla, marchar a su paso. Es como la vieja paradoja brechtjana de la felicidad en la Ópera de tres centavos: no has de ir tras la felicidad con demasiada desesperación, Porque silo haces podrías rebasarla y la felicidad quedaría atrás de ti... Ése es el Real lacaniano: un cierto límite que Siempre se yerra —siempre llegamos demasiado pronto o demasiado tarde. Y como el difunto Michel Silvestre indicaba (Silvestre, 1986), lo mismo sucede con la llamada “asociación libre” en psicoanálisis: por una parte es imposible lograrla, no podemos entregamos espontáneamente a ella siempre manipulamos, tenemos determinada intención, et cétera; pero por otra parte, no podemos eludirla; cualquier cosa que digamos durante el análisis tiene ya el estatuto de asociación libre. Por ejemplo, no puedo, en plena sesión, voltearme al analista y decir: “Ahora un momento, quiero hablarle realmente en serio, de persona a persona...” —aun cuando lo hagamos, la fuerza de representación que esto tiene está ya anulada, es decir, tiene ya el estatuto de “asociación libre”, de algo que se ha de interpretar y no tomar al pie de la letra.


OTRO CHISTE HEGELIANO


¿Qué noción del sujeto es compatible con este carácter paradójico de lo Real? El rasgo básico del sujeto lacaniano es, por supuesto, su enajenación en el significante: en cuanto el sujeto es capturado por la red significante radicalmente externa, es mortificado, desmembrado, dividido. Para tener una idea de lo que quiere decir la división lacaniana del sujeto, sólo hay que recordar la conocida paradoja de Lewis Carroll: “Estoy tan contenta de que no me gusten los espárragos”, dijo la niña a su amigo simpatizante, “porque si me gustaran, tendría que comerlos —y no los puedo soportar!”. Tenemos aquí todo el problema lacaniano de la reflexividad del deseo: el deseo es siempre un deseo de deseo —la pregunta no es de manera inmediata “Qué he de desear?”, sino “Hay muchas cosas que deseo, tengo muchos deseos ¿cuál de ellos merece ser el objeto de mi deseo? ¿Cuál deseo he de desear?”.

Esta paradoja se reproduce literalmente en la situación básica de los clásicos procesos políticos stalinistas, en los que la víctima a la que se acusa se supone que al mismo tiempo ha de confesar que le gustan los espárragos (la burguesía, la contrarrevolución) y expresar una actitud de rechazo a su propia actividad, hasta el punto de pedir que la sentencien a muerte. Esta es la razón de que la víctima de1 stalinismo sea el perfecto ejemplo de la diferencia entre el sujet d’énoncé (sujeto del enunciado) y el sujet dénonciation (sujeto de la enunciación). La demanda que el Partido le dirige es: “En este momento, el Partido tiene necesidad del proceso para consolidar los triunfos de la revolución, así que sé un buen comunista, préstale un último servicio al partido y confiesa.” Aquí tenemos la división del sujeto en su forma más pura: la única manera que tiene el acusado de confirmarse como buen comunista, en el plano del sujet d’énonciation, es confesar —para determinarse, en el plano del su jet d’énoncé, como traidor. Ernesto Laclau tal vez tuviera razón cuando en una ocasión observó (en una
conversación privada) que no es sólo el stalinismo lo que es un fenómeno lingüístico, sino el lenguaje lo que es un fenómeno stalinista.

Aquí, no obstante, hemos de distinguir detenidamente entre esta noción lacaniana del sujeto dividido y la noción “posestructuralista” de las posiciones de sujeto. En el “posestructuralismo”, usualmente el sujeto está reducido a la llamada subjetivación, se lo concibe como un efecto de un proceso fundamentalmente no subjetivo: el sujeto siempre está atrapado, atravesado por el proceso presubjetivo (de “escritura”, de “deseo” y así sucesivamente), y la insistencia se hace en los diferentes modos individuales de “experimentar” de “vivir” sus posiciones como “sujetos”, “actores”, “agentes” del proceso histórico. Por ejemplo, sólo llegado un determinado momento de la historia europea, el autor de obras de arte, un pintor o un escritor, comienza a verse a sí mismo como un individuo creativo que da expresión en su
trabajo a su riqueza interior subjetiva. El gran maestro de este tipo de análisis fue, por supuesto, Foucault: se podría decir que el tema principal de su última obra fue articular los diferentes modos en que los individuos asumen sus posiciones de sujeto. Pero con Lacan tenemos una noción muy diferente de su jeto Para decirlo llanamente: si hacemos una abstracción, si Sustraemos toda la riqueza de los diferentes modos de subjetivación toda la plenitud de la experiencia presente en el modo en que los individuos “viven” sus posiciones de sujeto, lo que queda es un lugar vacío que se llenó con esta riqueza;
este vacío original, esta falta de estructura simbólica, es el sujeto, el sujeto del significante. El sujeto es por lo tanto estrictamente opuesto al efecto de subjetivación: lo que la subjetivación encubre no es un proceso pre o transubjetivo de


La conclusión general que hay que extraer de todo esto es que, en un cierto dominio, las paradojas de Zenón son plenamente válidas: es el dominio de la relación imposible del sujeto con el objeto causa de su deseo, el dominio de la pulsión que circula interminablemente en torno al objeto.[2]

El fantasma designa la relación imposible del sujeto con a, el objeto causa de su deseo. El fantasma es usualmente concebido como un guión que realiza el deseo del sujeto. El fantasma es usualmente concebido como un guión que realiza el deseo del sujeto. (…) La idea fundamental del psicoanálisis es que el deseo no es algo dado de antemano, sino algo que se debe construir, y el papel del fantasma consiste precisamente en proporcionar las coordenadas del deseo del sujeto, especificar su objeto, situar la posición que el sujeto asume. Sólo a través del fantasma se constituye el sujeto como deseante: a través del fantasma aprendemos a desear.[3]

¿En qué consiste este excedente de lo interior? Por supuesto, consiste en el espacio fantasmático.[4]

El objeto a es precisamente ese excedente, esa ficción elusiva que arrastra al hombre a cambiar su existencia. En realidad, no es nada en absoluto, sólo una superficie vacía (la vida del hombre después de la ruptura era la misma que antes), pero gracias a él la ruptura vale la pena.[5]

Si miramos de frente, es decir, con realismo, de modo desinteresado y objetivo, sólo vemos una mancha informe: el objeto sólo asume rasgos claros y distintos si lo miramos ‘desde un costado’, es decir, con una mirada interesada, sostenida, impregnada y ‘distorsionada’ por el deseo. Esto describe perfectamente al objeto a, el objeto causa del deseo: un objeto que, en cierto sentido, es puesto por el deseo mismo. La paradoja del deseo es que pone retroactivamente su propia causa; el objeto a es un objeto que sólo puede percibir una mirada ‘distorsionada’ por el deseo, un objeto que no existe para una mirada ‘objetiva’. En otras palabras, siempre, por definición el objeto a es percibido de manera distorsionada, porque fuera de esta distorsión, ‘en sí mismo’, él no existe, ya que no es nada más que la encarnación, la materialización de esta distorsión, de este excedente de confusión y perturbación introducido por el deseo en la denominada ‘realidad objetiva’. ‘Objetivamente’, el objeto a es nada, pero, visto desde un cierto ángulo, asume la forma de ‘algo’. Tal como lo formula de un modo extremadamente preciso la Reina en su respuesta a Bushy, se trata de ‘su pena por algo’ engendrada por ‘nada’. El deseo ‘levanta vuelo’ cuando ‘algo’ (su objeto causa) se encarna, da una existencia positiva a su ‘nada’, a su vacío. Este ‘algo’ es el objeto anamorfótico, un puro semblante que sólo podemos percibir claramente ‘mirando al sesgo’. Sólo y precisamente la lógica del deseo desmiente la sabiduría obvia de que ‘de la nada no se sigue nada’: en el movimiento del deseo, ‘algo procede de la nada’. Aunque es cierto que el objeto causa del deseo es un puro semblante, esto no le impide desencadenar toda una serie de consecuencias que regulan nuestra vida y nuestros hechos ‘materiales, efectivos’.[6]

…Precisamente en los sueños, y sólo en ellos, encontramos lo real de nuestro deseo. Nuestra realidad común cotidiana, la realidad del universo social en el cual asumimos nuestros roles de personas decentes y bondadosas, se convierte en una ilusión basada en una cierta represión, en pasar por alto lo real de nuestro deseo. Esta realidad social no es entonces más que una débil telaraña simbólica que la intrusión de lo real puede desgarrar en cualquier momento. […] Ésta es la imagen de la realidad cotidiana que ofrece el psicoanálisis: un frágil equilibrio que puede destruirse en cualquier momento si, de un modo totalmente contingente e impredecible, hace irrupción el trauma[7].

Lejos de ser un signo de locura, la barrera que separa lo real de la realidad es por lo tanto la condición misma de un mínimo de normalidad: la locura (la psicosis) aparece cuando esta barrera se rompe, cuando lo real inunda la realidad (como en el derrumbe autístico) o cuando está en sí mismo incluido en la realidad (asumiendo la forma del Otro del Otro: por ejemplo, del perseguidor del paranoico).[8]

La demanda implica casi siempre una cierta mediación dialéctica: demandamos algo, pero aquello a lo que apuntamos realmente con esa demanda es otra cosa, a veces incluso la denegación misma de la demanda en su literalidad. Con toda demanda se plantea necesariamente una pregunta: “Demando esto, pero ¿qué es lo que realmente quiero?” Por el contrario, la pulsión persiste en una demanda segura, es una insistencia ‘mecánica’ que no puede ser apresada con ningún artificio dialéctico: demando algo y persisto en ello hasta el final.[9] Demanda incondicional = pulsión pura = sin deseo

Es un lugar común que la simbolización como tal equivale a la muerte simbólica: cuando hablamos sobre una cosa, suspendemos su realidad, la ponemos entre paréntesis. Precisamente por esta razón el rito funerario ejemplifica la simbolización en su forma más pura: a través de él, el muerto es inscrito en el texto de la tradición simbólica, se le asegura que, a pesar de la muerte, ‘seguirá vivo’ en la memoria de la comunidad. Por Otoro lado, el ‘retorno del muerto vivo’ es el reverso del rito funerario adecuado. Mientras que este último implica una cierta reconciliación, una aceptación de la pérdida, el retorno del muerto significa que no puede encontrar su lugar propio en el texto de la tradición. Los dos grandes acontecimientos traumáticos del Holocausto y el Gulag son casos ejemplares del retorno de los muertos en el siglo XX. Las sombras de sus víctimas continuarán persiguiéndonos como ‘muertos vivos’ hasta que les demos un entierro decente, hasta que integremos el trauma de su muerte en nuestra memoria histórica. Lo mismo podría decirse del ‘crimen primordial’ que funda la historia, el asesinato del ‘padre primordial’ (re)construido por Freud en Tótem y Tabú: el asesinato del padre queda integrado en el universo simbólico en cuanto el padre muerto comienza a reinar como agencia simbólica del Nombre-del-Padre. Pero esta transformación, esta integración, siempre deja un resto; siempre hay un excedente que vuelve en la forma de la figura obscena y vengadora del Padre-del-Goce, de esa figura escindida entre la venganza cruel y la risa loca, como, por ejemplo, el famoso Freddie de Pesadilla.[10]

No obstante, el papel de lo real lacaniano es radicalmente ambiguo: por cierto, irrumpe en la forma de un retorno traumático, trastorna el equilibrio de nuestras vidas, pero al mismo tiempo es un sostén de ese equilibrio[11].

Una lección elemental sobre la idea freudiana de la pulsión: su objeto es en última instancia indiferente y arbitrario. (…) Para que un objeto ocupe su lugar en un espacio libidinal, debe permanecer oculto su carácter arbitrario. (…) El objeto debe parecer encontrado, debe ofrecerse como sostén y unto de referencia para el movimiento circular de la pulsión[12]. Aunque cualquier objeto puede funcionar como objeto causa de deseo (en cuanto el poder de fascinación que ejerce no es su propiedad inmediata, sino que resulta del lugar que ocupa en la estructura), por necesidad estructural debemos caer víctimas de la ilusión de que el poder de fascinación pertenece al objeto como tal.[13]

¿Por qué el mecanismo simbólico tiene que engancharse a ‘una cosa’, a algún fragmento de lo real? Desde luego, la respuesta lacaniana es que ello se debe a que el campo simbólico está desde siempre barrado, mutilado, estructurado en torno a algún núcleo éxtimo, alguna imposibilidad. La función del ‘pequeño fragmento de lo real’ es precisamente llenar el espacio de este vacío que se abre en el corazón mismo de lo simbólico.[14]

Una brecha irreductible separa a lo real de los modos de su simbolización.

El hecho de que el hombre es un ser hablante significa precisamente que, por así decirlo, está constitutivamente ‘fuera de carril’, marcado por una fisura irreductible que el edificio simbólico intenta reparar en vano. De tanto en tanto, esta fisura hace irrupción de alguna manera espectacular, recordándonos la fragilidad del edificio simbólico: el último episodio se llamó Chernobyl. […] En este punto irrepresentable donde el fundamento mismo de nuestro mundo parece disolverse, el sujeto tiene que reconocer el núcleo de su ser más íntimo. En última instancia, ¿qué es esta ‘herida abierta del mundo’ si no el hombre mismo, el hombre en cuanto dominado por la pulsión de muerte, en cuanto su fijación al espacio vacío de la Cosa lo extravía, lo priva de sostén en la regularidad de los procesos vitales? La aparición misma del hombre necesariamente entraña una pérdida del equilibrio natural, de la homeostasis propia de los procesos de la vida[15]. […] Hay que abandonar la idea misma del hombre como un ‘exceso’ con respecto al circuito equilibrado de la naturaleza.

[…] La teoría del caos subvierte de este modo la ‘intuición’ básica de la física clásica, según la cual todo proceso, librado a sí mismo, tiende a una especie de equilibrio natural (un punto de reposo o un movimiento regular)[16]. […] La Cosa freudiana, ¿no es una especie de atractor fatal que perturba el funcionamiento regular del aparato psíquico, impidiéndole establecerse en un equilibrio? (…) El arte de la teoría del caos consiste en que nos permite ver la forma misma del caos, nos permite ver una pauta donde comúnmente no vemos más que un desorden informe.

No se trata de ‘detectar el orden que está detrás del caos’, sino de identificar la forma, el patrón del caos, de su dispersión irregular (…) una ciencia que elabore las reglas generales de la contingencia. [17]

Lo real es un núcleo duro en torno al cual fracasa cualquier simbolización.[18]

La ambigüedad de lo real lacaniano no reside sólo en el núcleo no simbolizado que aparece de pronto en el registro simbólico con la forma de ‘retornos’ y ‘respuestas’ traumáticos. Lo real está al mismo tiempo contenido en la forma simbólica en sí: lo real es inmediatamente reproducido por esta forma. […] El registro del significante se define como un círculo vicioso de diferencialidad: es un registro de discurso en el cual la identidad de cada elemento está sobredeterminada por su articulación, es decir, que cada elemento es sólo su diferencia respecto de los otros, sin ningún sostén en lo real. […] Si en 1962 Lacan había postulado que ‘el goce está interdicto para quien habla, como tal’ en el nuevo seminario teorizó una letra paradójica que no es más que goce materializado.[19]

Estamos ahora en condiciones de especificar con más claridad los contornos del escenario fantasmático que sostiene este fenómeno del saber en lo real: en la realidad psíquica encontramos una serie de entidades que, literalmente, sólo existen sobre la base de una falta de reconocimiento, es decir, en la medida en que el sujeto no sabe algo, en la medida en que algo queda sin decir, en que eso no es integrado al universo simbólico. En cuanto el sujeto llega a saber demasiado, paga por este exceso, por este saber excedente ‘en la carne’, próximo a la sustancia misma de su ser. Sobre todo el yo es una entidad de este tipo; consiste en una serie de identificaciones imaginarias de las que depende la consistencia del ser del sujeto; en cuanto este último ‘sabe demasiado’, enguanto se acerca demasiado a la verdad inconsciente, su yo se disuelve. El ejemplo paradigmático de este drama es Edipo: cuando finalmente se entera de la verdad, desde el punto de vista existencial ‘la tierra desaparece bajo sus plantas’, y él se encuentra en un vacío insoportable.[20]

El inconsciente debe concebirse como una entidad positiva que sólo conserva su consistencia sobre la base de un cierto no saber: su condición ontológica positiva es que algo debe quedar sin simbolizar, algo no debe ser puesto en palabras.

La realidad en sí no es más que la corporización de un cierto bloqueo en el proceso de la simbolización. Para que la realidad exista, algo debe quedar sin decir.[21]



[1] Zizek, S.: El sublime objeto de la ideología, México, Siglo XXI, 1992, pp. 221-26.

[2] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 21.

[3] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 22.

[4] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 35.

[5] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 25.

[6] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 29-30.

[7] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 36 y 37.

[8] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 36.

[9] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 45-46.

[10] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 48.

[11] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 56.

[12] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 61.

[13] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 62.

[14] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 62-63.

[15] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 66.

[16] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 69.

[17] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 70.

[18] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 67.

[19] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 71.

[20] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 77-78.

[21] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 78.

El cuerpo de Michel Bernard

A priori es inútil justificar una reflexión sobre el cuerpo: la vida, por cierto, nos lo impone cotidianamente, ya que en él y por él sentimos, deseamos, obramos, nos expresamos y creamos.[1]

Pero esa experiencia [del cuerpo] no es precisamente unívoca: vivir el propio cuerpo no es sólo asegurarse su dominio o afirmar su potencia sino que también es descubrir su servidumbre, reconocer su debilidad. (…) En suma, si el cuerpo magnifica la vida y sus posibilidades infinitas, proclama al propio tiempo y con la misma intensidad nuestra muerte futura y nuestra esencial finitud. (…) Por eso, el discurso sobre el cuerpo nunca puede ser neutro. Hablar del cuerpo obliga a aclarar más o menos uno u otro de sus dos aspectos: el aspecto a la vez prometeico y dinámico de su poder demiúrgico y de su ávido deseo de goce y ese otro aspecto trágico y lastimoso de su temporalidad, de su fragilidad, de su deterioro y precariedad. De manera que toda reflexión sobre el cuerpo es, quiérase o no, ética y metafísica: proclama un valor, indica una cierta conducta y determina la realidad de nuestra condición humana.[2]

…Ninguna filosofía puede eludir una reflexión sobre el cuerpo sin condenarse a ser una mera especulación vacua, fútil, estéril. De suerte que puede reconstruirse toda la historia de la filosofía si se limita uno a considerar tan sólo las diferentes maneras en que los filósofos entendieron el cuerpo.[3]

De manera que semejante enfoque [del cuerpo] oscila entre la condenación o denuncia del cuerpo, considerado como cortina, obstáculo, prisión, pesantez, tumba[4], en suma, como motivo de alienación y apremio, por un lado, y la exaltación o apología del cuerpo, entendido como órgano de goce, instrumento polivalente de acción, de creación, fuente y arquetipo de belleza, catalizador y espejo de las relaciones sociales, en suma, como medio de liberación individual y colectiva, por otro lado[5].

Esta parecería ser la perspectiva del propio Freud quien, al reconocer en el hombre una dualidad fundamental de pulsiones opuestas, la pulsión de vida y la pulsión de muerte, se ve forzado a destacar la potencia y la intensidad de la energía libidinal del cuerpo y al propio tiempo a descubrir en el cuerpo la fuente primera de sufrimiento en la medida en que ‘destinado a la decadencia y a la disolución, el cuerpo no puede siquiera prescindir de esas señales de alarma que constituyen el dolor y la angustia’[6]. En otras palabras, la teoría freudiana puede servir de fundamento o garantía tanto a una depreciación sistemática de nuestro ser corporal como a un panegírico apasionado de su dinamismo sexual y, por lo tanto, de sus posibilidades de goce y de expansión personal.[7]

Bernard hace referencia a la importancia de la contribución de la tradición psicoanalítica en la transformación radical de la cultura contemporánea en actitud hacia el cuerpo, citando, entre otros, los aportes de Melanie Klein, Jacques Lacan, Wilhelm Reich y del mismo Freud[8]. El mismo autor menciona también las influencias de la psicología, la psicopedagogía, la antropología y la semiología además de las innovaciones en las artes (sobre todo en la danza, en el teatro y en la literatura).

Pero más que la importancia cultural que adquirió el tema del cuerpo en nuestro mundo occidental contemporáneo, lo que hay que señalar es la profunda transformación que sufrió nuestra actitud cotidiana frente al cuerpo o, dicho con otras palabras, la transformación de las costumbres de la sociedad. Uno de los cambios más espectaculares es, sin duda alguna, el gusto que manifiestan las jóvenes generaciones (bajo la influencia de los hippies y del teatro de vanguardia) por la desnudez como medio de retornar a la naturaleza, de redescubrir la inocencia corporal, escarnecida cotidianamente por ‘la obscenidad’ de la guerra y de la explotación. […] Pero la sociedad capitalista supo desbaratar hábilmente esta maniobra y, como siempre, utilizarla en beneficio propio al transformar la amenaza que ella representaba en un juego divertido, ostentoso y perverso, capaz de excitar la lubricidad, en suma, transformándola en un nuevo objeto de consumo. (…) Nadie ignora tampoco la explotación comercial a que dio lugar la rehabilitación, tan legítima y tan deseable, de la sexualidad y de su arte sutil y necesario, el erotismo.[9]

Cita el concepto marcusiano de “desublimación represiva”. (p. 17) Agrega que esta desublimación es el complemento de la sublimación en la esfera del trabajo y del deporte (sobre todo en los deportes de alto rendimiento, pero en general, en la popularización del deporte).

Bernard reseña las primeras explicaciones fisiológicas y psicológicas de nuestra corporeidad a partir de los conceptos de cenestesia, imagen corporal y esquema corporal. Después muestra el aspecto esencialmente relacional del cuerpo en su forma psico-biológica y existencial. Finalmente muestra el impacto sociológico e ideológico que la sociedad imprime a la corporeidad, explicitando la estructura mitológica del cuerpo.

El fisiólogo Reil inventó a principios del siglo XIX el “concepto de cenestesia (del griego koiné, común, y áisthesis, sensación) para designar ‘el enmarañado caos de sensaciones que se transmiten continuamente desde todos los puntos del cuerpo al sensorio, es decir, al centro nervioso de las aferencias sensoriales’”[10]. Se trata de un concepto confuso e inverificable que abarca dos tipos diferentes de sensibilidad: la propiamente visceral o “introceptiva” y la postural o “propioceptiva”. “Explicar la experiencia corporal mediante la cenestesia equivale, en virtud de una especie de ilusión animista, a explicar la conciencia por la conciencia misma, a confundir la causa con los efectos”[11]. El médico francés E. Bonnier construyó el concepto de “esquema corporal” para hacer referencia a la configuración topográfica del cuerpo que cada cual posee. “Esta idea de ‘esquema’ es esencialmente un modelo perceptivo del cuerpo como configuración espacial: es, en el fondo, lo que permite al individuo diseñar los contornos de su cuerpo, la distribución de sus miembros y de sus órganos, y localizar los estímulos que se le aplican así como las reacciones con que el cuerpo responde”.[12]

Para designar ese patrón por el cual se miden todos los cambios de postura antes de penetrar en la conciencia proponemos la palabra esquema. Como cambiamos continuamente de posición, estamos siempre construyendo un modelo postural de nosotros mismos que sufre una transformación constante. Cada nueva postura o cada nuevo movimiento se registra en este esquema plástico, en tanto que la actividad cortical pone en relación el esquema con cada nuevo grupo de sensaciones suscitadas por la nueva postura. Una vez establecida esta relación, síguese de ella un conocimiento de la postura.[13]

En otras palabras, el conocimiento que nos permite emplear diariamente nuestro cuerpo en las actividades más triviales depende de la asociación de esquemas que se modifican indefinidamente y que, por lo tanto, son esencialmente plásticos, aunque también de naturaleza fisiológica, puesto que se fundan en procesos corticales. En realidad, hay dos grandes categorías de esquemas:

- Los esquemas posturales, de los que acabamos de hablar y que dan la sensación de la posición del cuerpo, la apreciación de la dirección del movimiento y la conservación del tono postural.

- Los esquemas de la superficie del cuerpo que permiten localizar en la piel los puntos en que ésta es tocada, pues, según vimos, un paciente puede ser capaz de indicar correctamente el lugar exacto en que acaba de ser tocado o pinchado con un alfiler sin reconocer empero la posición que ocupa en el espacio el miembro tocado.[14]

En el esquema corporal los datos táctiles kinestésicos y los datos ópticos no pueden separarse unos de otros sino mediante procedimientos artificiales. Lo que estudiamos son los cambios producidos en la unidad del modelo postural del cuerpo por un cambio de las sensaciones en la esfera táctil y óptica. El sistema nervioso obra como un todo en relación con la situación global. La unidad de percepción es el objeto que se presenta por los sentidos y a todos los sentidos. La percepción es sinestésica; y también el cuerpo, en cuanto objeto, se presenta a todos los sentidos.[15] Pero, según Schilder, es preciso ir aún más allá y afirmar que la percepción no existe sin acción. (…) Es decir, la percepción y la respuesta motriz son los dos polos de la unidad del comportamiento. Schilder encontró una formulación teórica de esta idea en la teoría de la Gestalt, que precisamente muestra que esta unidad de percepción y acción, lo mismo que la unidad de impresión y expresión, constituye una totalidad original y dinámica que los teóricos de lengua alemana llaman una ‘Gestalt’, es decir, una ‘forma’ o ‘estructura’. El modelo postural del cuerpo ya no se enfoca desde entonces sólo en su aspecto perceptivo sino que se lo concibe como estructura indisolublemente perceptiva y activa que la experiencia enriquece sin cesar. […] Pero la motricidad no es el único factor que influye en nuestra percepción y en nuestra imagen del cuerpo. En realidad, la motricidad está siempre ligada de manera directa o indirecta a una experiencia emocional impuesta por una relación con otras personas. Vivo mi cuerpo simultáneamente con el de otro en virtud de la emoción que éste expresa y que suscita en mí.[16]

“…Para Freud el cuerpo es un conjunto de zonas erógenas, es decir, lugares de excitaciones sexuales concentradas sobre todo en los orificios del cuerpo (zona oral, zona anal, zona genital). Ahora bien, en función de su experiencia pasada y sobre todo de la historia de su infancia, cada individuo siente una determinada zona como privilegiada en relación con las demás zonas: su sensibilidad sexual perfila así la imagen de un cuerpo que tiende necesariamente a modificar la imagen que resulta del modelo postural.[17]

De suerte que la noción de ‘esquema corporal’ ya no debe concebirse como un simple modelo postural de base fisiológica, por tenue que ésta sea, sino que ha de entenderse como una estructura libidinal dinámica, que no cesa de cambiar a causa de nuestras relaciones con el medio físico, vital y social, es decir, una estructura que está ‘en perpetua autoconstrucción y autodestrucción interna’. Trátase pues de un proceso continuo de diferenciación en el cual se integran todas las experiencias incorporadas en el transcurso de nuestra vida (experiencias perceptivas, motrices, afectivas, sexuales, etc.).[18]

Schilder no logra unificar el modelo fisiológico y el psicoanalítico.[19] “Los dos modelos de la imagen del cuerpo (…) continúan siendo sencillamente dos piezas pegadas, arbitrariamente yuxtapuestas.[20]

SEGUNDA PARTE: EL CUERPO COMO RELACIÓN

El enfoque psico-biológico del cuerpo

Según Wallon, este animismo ingenuo se explica por un hecho extraño pero muy significativo, a juicio del autor: el niño al principio identifica mejor los órganos y las formas corporales en otras personas que en él mismo. Por ejemplo, un niño de alrededor de un año que intenta mamar localiza exactamente en otras personas el lugar de los senos de la madre. En cambio, alrededor de la misma edad llama ‘tetitas’, como los senos de su madre, a las dos puntas rojas que ve en el codo del padre. Parecería, pues, que del complejo global, que hasta entonces le hacía buscar exclusivamente a la madre, el niño hubiera aislado impresiones particulares de lugar y de forma que pueden transferirse a cualquier otra persona. Son imágenes que flotan, pues, indistintamente sobre las cosas y que siempre están dispuestas a asimilarse lo que tiene con ellas alguna analogía, siquiera remota, aunque nunca pueden cobrar verdadera realidad.[21]

La emoción es, a juicio de Wallon, una forma de adaptación al medio y, más específicamente, a los demás; es una forma intermedia entre la primitiva y mecánica de los automatismos y la más elaborada e intelectiva de las representaciones. Esta adaptación emocional es esencialmente de origen postural y su núcleo es el tono muscular. […] En suma, la función tónica del cuerpo es la función primitiva y fundamental de la comunicación y del intercambio.[22]

…El niño al principio sólo conoce y vive su cuerpo como cuerpo en relación y o como una forma abstracta o una masa abstracta considerada en sí misma. Ese cuerpo en relación está integrado por medio del cuerpo de otra persona en la medida en que el propio cuerpo se proyecta a ese cuerpo de otro y lo asimila, en primer lugar, por obra del juego del diálogo tónico: cada emoción del niño, al manifestarse, se objetiva para su conciencia, la cual vive así la emoción a la vez como autor y espectador y se identifica, por consiguiente, con la conciencia de cualquier otro espectador real o imaginario.[23]

Para que el niño logre unificar su yo en el espacio, debe reconocer, por un lado, que su imagen especular sólo tiene la apariencia de la realidad percibida en su propio cuerpo y, por otro lado, que esa apariencia tiene una realidad que él no puede percibir con sus propios sentidos. De ahí, según Walllon , el siguiente dilema: ‘o bien imágenes sensibles, pero no reales; o bien imágenes reales, pero sustraídas al conocimiento sensorial’. De manera que para resolver este dilema el niño debe ser capaz de librarse de las impresiones sensibles inmediatas y actuales y de subordinarlas a sistemas puramente virtuales de representación, es decir, debe adquirir la función simbólica. (…) ‘Al vaciarse de su existencia, la imagen se ha hecho puramente simbólica’.[24]

En lugar de ‘la noción ambigua y flotante’ de un esquema corporal estático preexistente, Wallon prefiere pensar enana urdimbre de relaciones cambiantes entre ‘el espacio postural y el espacio circundante’, el primero producido por las mutaciones de las dif erentes actividades sensoriales y kinestésicas y el segundo condicionado por el (…) en definitiva, nuestro lenguaje.

Pero los supuestos, la orientación y la conceptualización, demasiado biologizantes y organicistas del desarrollo de Wallon, no siempre le permitieron describir fielmente y analizar esta situación compleja y cambiante de la especialidad del porpio cuerpo. Esto es por lo menos lo que parece haber pensado Merleau-Ponty quien, si bien apoyándose en las ideas de Wallon, creyó necesario someter esa especialidad al análisis fenomenológico y describirla desde esa posición, a fin de restituir toda su autenticidad a la experiencia de la corporeidad.[25]



[1] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 11.

[2] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 11-12.

[3] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 12.

[4] [Nota del autor] Recuérdese el juego de palabras de los filósofos pitagóricos: soma, sema, que significa ‘el cuerpo es tumba’.

[5] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 12-13.

[6] [Nota del autor] Véase de S. Freud, Malaise dans la civilisation, traducido por Ch. e I. Odier, en Revue Francaise de Psychanalyse, enero de 1970, Gallimard, p. 20.

[7] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 13

[8] Cf. Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 14-15.

[9] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 16-17.

[10] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 27.

[11] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 28

[12] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 29. “La hipótesis fundamental de un esquema del cuerpo, es decir, de una estructura organizada que lo representa, tuvo cierto éxito y suscitó una variada descendencia, aunque con diferentes conceptualizaciones” (Op. Cit. p. 30), por ejemplo: imagen espacial del cuerpo, esquema postural, esquema corporal, imagen de nuestro cuerpo e imagen de sí mismo.

[13] Head citado por Schilder en L’image du corps, Gallimard, 1968 (Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 36).

[14] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 36-37.

[15] Schilder, P., L’image du corps, Gallimard, 1968, pp. 41 y 61, citado por Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 39.

[16] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 40 y 42.

[17] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 42. “La imagen psicoanalítica del cuerpo o, más exactamente, el enfoque freudiano del cuerpo libidinal, es decir, el cuerpo como fuente de excitaciones y reacciones sexuales, como deseo, placer y dolor. (Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 46).

[18] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 43-44.

[19] Cf. Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 44.

[20] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 45.

[21] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 50-51. Subrayado nuestro.

[22] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 52 y 53.

[23] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 53.

[24] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 57.

[25] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 59.


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El enfoque psicoanalítico del cuerpo

Ya vimos, (…) que nuestra imagen del cuerpo resultaba no sólo de nuestra experiencia perceptivomotriz, sino también y sobre todo de nuestra sensibilidad sexual aguzada por las fluctuaciones de nuestros deseos, placeres y sueños. En efecto, sabemos que, según Freud, vivimos nuestro cuerpo desde nuestra más tierna infancia como pulsión sexual o libido diversificada ya por la fuente de excitaciones (los orificios corporales, boca, ano, órganos genitales), ya por su finalidad (ver y dominar).

Ahora bien, como esas pulsiones parciales funcionan y tienden a satisfacerse en el niño independientemente las unas de las otras, el cuerpo no es para él más que un mosaico de zonas erógenas o, según la imagen de G. Deleuze[1], “un traje de arlequín”.[2]

Cada niño vive su cuerpo según la singularidad de su historia propia, según las experiencias personales de satisfacción o frustración de su libido, que él trató de descargar en esas diferentes pulsiones parciales. Esto es lo que Freud llamó “la perversidad polimorfa” del niño, con lo cual designaba, no una disposición viciosa del niño, sino su capacidad polivalente y amoral de goce. Pero precisamente ese goce no apunta a los demás ni a un objeto exterior, sino que se endereza al mismo cuerpo del niño que lo experimenta o, más exactamente, a las diversas zonas erógenas u órganos que componen el cuerpo. El placer del niño es autoerótico y la libido se satisface en la división anárquica del cuerpo[3].

Los deseos del niño, al dar valor o predominio a tales zonas, no sólo desarticulan o desestructuran el cuerpo objetivo descrito por el anatomista sino que también lo desrealizan entregándolo a las fantasías de lo imaginario. Al vivir intensamente su libido, cuyas ávidas exigencias sólo son contenidas por los tabúes de la primera educación, el niño aprehende su cuerpo exclusivamente a través de las proyecciones fulgurantes de sus deseos, es decir, en las relaciones imaginarias con aquel o aquella que debe satisfacerlos.

De suerte que todos los órganos objetivos, tales como se manifiestan a los oos del observador exterior, no sólo los orificios (la boca, el ano, los órganos genitales), sino también todas las mucosas, toda la piel y las partes que ella recubre, están cargados de valores simbólicos, que les dan una configuración irreal, fantasmagórica, extraña, que no guarda proporción con la estructura ni con la función de esos órganos definidas por el hombre de ciencia. El niño vive su cuerpo como en un sueño permanente: el cuerpo se dilata, se contrae, estalla, se metamorfosea según la intensidad, la naturaleza, la dirección de sus necesidades emocionales y de sus deseos, y también según los obstáculos que encuentra. En realidad, nuestros propios sueños de adultos no hacen sino, como observa Schilder, restituir esa “labilidad primitiva” de la imagen del cuerpo en el niño pequeño.[4]

Bernard se pregunta si esto es sólo una etapa transitoria condenada a ser superada en la adultez, y responde: En modo alguno. Si, como ya dijimos, la formación de la imagen del cuerpo es aparentemente la conquista progresiva de esa unidad, la cual permite dominar la totalidad de nuestro cuerpo, éste conserva así y todo una estructura libidinal imaginaria que está diseñada no sólo por los fantasmas de nuestra primera infancia sino también por los fantasmas de todos los conflictos afectivos que agitaron y tejieron la historia de nuestra vida. A nuestro juicio, ésta es la profunda enseñanza que conviene extraer del enfoque freudiano del cuerpo.[5]

Bernard ejemplifica el enfoque freudiano del cuerpo con el análisis del caso Elisabeth von R.[6]. Se trata de “una transformación de los motivos inconscientes en un síntoma corporal, que es su expresión simbólica”[7].

En suma, los síntomas corporales significan muchas cosas: los trastornos motores son para ella y para los demás, por un lado, una garantía permanente de conducta moral; por el otro, una satisfacción indirecta y disfrazada del deseo prohibido, pues Elisabeth siente el dolor como algo causado por el hombre a quien ama (de alguna manera una especie de embarazo); y, por fin, significan un pedido de ayuda, de auxilio al hombre deseado. Como se ve, la joven no aprehende ni vive su cuerpo en su configuración anatómica, en su organización fisiológica, objetiva y neutra tal como se manifiesta al médico, sino antes bien lo vive a través de los hechos y los seres que su deseo transfigura. No siente los movimientos de las piernas en su naturaleza orgánica ni en su función biológica, sino que los siente como signos del goce prohibido con el hombre amado, y, por extensión, como sustituto corporal de ese mismo hombre. Y esto es hasta tal punto cierto que el lenguaje con el que Elisabeth traduce su dolorosa vivencia corporal designa siempre, no la zona anatómica del cuerpo afectada por el dolor, sino su connotación imaginaria, su resonancia inconsciente.[8]

Y es que, en realidad, como hubo de afirmarlo Freud después, el cuerpo debe ser “concebido en su totalidad como erógeno” o que el carácter erógeno es “una propiedad general de todos los órganos”[9]. Todos los órganos pueden estar catectizados por la pulsión sexual y, en consecuencia, significar algo que está más allá de su forma y su función y referirse a algo que los trasciende, a otro cuerpo, que es objeto y fin del deseo. De manera que podemos verificar en el adulto una cierta permanencia del polimorfismo sexual del niño, así como el peso de los fantasmas originales, a través de los cuales el inconsciente del niño descubre su propio cuerpo en el cuerpo de los padres que satisfacen sus pulsiones. En síntesis, hay “una anatomía fantasmática” que no puede reducirse a la anatomía definida objetivamente por el biólogo.

[…] En otras palabras, lo característico del enfoque psicoanalítico del cuerpo estriba en que, rompiendo con el punto de vista del biólogo, sólo encara ese cuerpo como un fantasma producido por lo imaginario y significado por un lenguaje. [10]



[1] [Nota de Bernard] Véase de G. Deleuze, La logique du sens, Minuit, 1969, p. 229 [Deleuze, G., Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1989, p. 202].

[2] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 105.

[3] [Nota de Bernard] Sobre este punto remito a S. Freud, Trois essais sur la théorie de la sexualité, coll. Idées, Gallimard, 1962. Freud, S., Una teoría sexual, Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 1, pp. 771-825.

[4] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 106.

[5] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 107.

[6] Véase Freud, S., Etudes sur l’hystérie, P.U.F., 1956. Freud, S., Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 1, pp. 78-103.

[7] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 108.

[8] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 109-110.

[9] Ver: Freud, S., Introducción al narcisismo, en Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 1, pp. 1083-1097. Freud, S., Esquema del psicoanálisis, en Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 3, pp. 1009 ss.

[10] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 111.