viernes, 11 de marzo de 2011

Citas de Žižek sobre lo Real y la realidad

El concepto lacaniano de lo Real[1]

Lo Real como punto de partida, la base, el fundamento del proceso de simbolización (por ello Lacan habla de la “simbolización de lo Real”) —a saber, lo Real que en cierto sentido precede al orden simbólico y es estructurado subsiguientemente por él cuando queda atrapado en su red: éste es el gran tema lacaniano de la simbolización como un proceso que mortifica, drena, vacía, cincela la plenitud de lo Real del cuerpo vivo. Pero lo Real es al mismo tiempo el producto, el remanente, el resto, las migajas de este proceso de simbolización, los residuos, el exceso que elude la simbolización y que en cuanto tal es la simbolización la que lo produce. En términos hegelianos, lo Real está a la vez presupuesto y propuesto por lo simbólico. En la medida en que el núcleo de lo Real es la jouissance, esta dualidad adopta la forma de una diferencia entre jouissance, goce, y plus-de-jouir, el plus-de-goce: la jouissance es la base sobre la que actúa la simbolización, la base vaciada, desencarnada, estructurada por la simbolización, pero este proceso produce al mismo tiempo un residuo, un resto, que es el plus-de-goce.


Lo Real es la plenitud de la presencia inerte, la positividad; nada falta en lo Real —es decir, la falta la introduce únicamente la simbolización; es un significante que introduce un vacío, una ausencia en lo Real. Pero al mismo tiempo, lo Real es en sí un agujero, una brecha, una abertura en pleno orden simbólico —es la falta en torno a la que el orden simbólico se estructura. Lo Real como punto de partida, como base, es una plenitud positiva sin falta; como producto, como un resto de la simbolización, es, en cambio, el vacío, la vacuidad que la estructura simbólica crea y circunda. Podríamos también abordar el mismo par de opuestos desde la perspectiva de la negatividad: lo Real es algo que no puede ser negado, un dato positivo e inerte que es insensible a la negación, que no puede ser atrapado en la dialéctica de la negatividad; pero hemos de agregar de inmediato que esto es así porque lo Real, en su positividad, no es nada más que una encarnación de un cierto vacío, falta, negatividad radical. No puede ser negado porque ya es en sí, en su positividad, nada más que una encarnación de una pura negatividad, vacuidad. Esta es la razón de que el objeto real sea un objeto sublime en un estricto sentido lacaniano —un objeto que es sólo una encarnación de la falta en el Otro, en el orden simbólico. El objeto sublime es un objeto que no puede ser abordado de demasiado cerca: si nos acercarnos demasiado a él, pierde sus rasgos sublimes y se convierte en un objeto vulgar y común —sólo puede persistir en un interespacio, en un estado intermedio, divisado desde una determinada perspectiva, medio visto. Si queremos verlo a la luz del día, se transforma en un objeto cotidiano, se desintegra, precisamente porque en sí no es nada. Tomemos como ejemplo una conocida escena de la Roma de Fellini: unos obreros que excavan túneles para el metro encuentran los restos de unos edificios romanos antiguos; se avisa a los arqueólogos y, cuando entran en los edificios todos juntos, les aguarda una vista maravillosa: paredes llenas de hermosos frescos con figuras inmóviles, melancólicas —pero las pinturas son demasiado frágiles, no pueden soportar el aire libre y comienzan a desintegrarse de inmediato, dejando a los espectadores sólo entre paredes en blanco…


Como ya ha señalado Jacques-Alain Miller (en su seminario inédito), el estatuto de lo Real es al mismo tiempo el de la contingencia corporal y el de la consistencia lógica. En un primer acercamiento, lo Real es la conmoción de un choque contingente que altera la circulación automática del mecanismo simbólico; un grano de arena que nos impide un funcionamiento sin trabas; un choque traumático que desbarata el equilibrio del universo simbólico del sujeto. Pero, como hemos visto con referencia al trauma, precisamente como irrupción de una contingencia total, el suceso traumático no está dado en ningún lugar en su positividad; sólo con posterioridad se puede construir lógicamente como un punto que elude la simbolización.

Si intentamos captar lo Real desde la perspectiva de la distinción entre quid y quod, entre las propiedades de una naturaleza simbólico-universal atribuidas a un objeto y este objeto en su carácter dado, un plus de una x que elude, en su positividad, la red de las determinaciones universales-simbólicas —es decir, si tratamos de abordar lo Real a través del campo abierto por la crítica de Kripke a la teoría de las descripciones— diríamos, en primer lugar, que lo Real es el plus de quod sobre quid, una pura positividad más allá de la serie de propiedades, más allá de un conjunto de descripciones; pero a la vez, el ejemplo del trauma demuestra que lo Real es también exactamente lo opuesto: una entidad que no existe pero que tiene a pesar de todo una serie de propiedades.


Por último, si tratamos de definir lo Real en su relación con la función de lo escrito (écrit, y no la écriture posestructuralista), hemos de declarar, claro está, en un primer acercamiento, que lo Real no puede ser inscrito, que elude la inscripción (lo Real de la relación sexual, por ejemplo); pero a la vez, lo Real es lo escrito en tanto que opuesto al significante —el écrit lacaniano tiene estatuto de un objeto, no de un significante.

Esta coincidencia inmediata de determinaciones opuestas o incluso contradictorias es lo que define el Real lacaniano. Así pues, podemos diferenciar entre el estatuto imaginario, simbólico y real de los pares de opuestos. En la relación imaginaria, los dos polos de la oposición son complementarios; construyen juntos una armoniosa totalidad; cada uno de ellos da al otro lo que al otro le falta —cada uno de ellos llena la falta en el otro (la fantasía de la relación sexual plenamente realizada, por ejemplo, en la que hombre y mujer forman un todo armónico). La relación simbólica es, en cambio, diferencial: la identidad de cada uno de los momentos consiste en la diferencia que guarda con el momento Opuesto. Un elemento dado no llena la falta en el otro, no es complementario del otro sino que, al contrario, toma el lugar de la falta en el otro, encarna lo que falta en el otro: su presencia positiva no es sino una objetivación de una falta en su elemento opuesto. Los opuestos, los polos de la relación simbólica, cada uno de ellos a su manera devuelve al otro su propia falta; ambos están unidos con base en su falta común.
Ésa sería también la definición de la comunicación simbólica: lo que circula entre los sujetos es sobre todo un vacío; los sujetos se pasan de uno a otro una falta común. Según esta perspectiva, una mujer no es complementaria de un hombre, sino que ella encarna la falta de él (por eso Lacan puede decir que una mujer bella es la perfecta encarnación de la castración del hombre). Por último, lo Real se define como un punto de inmediata coincidencia de los polos opuestos: cada polo pasa inmediatamente a ser su opuesto; cada uno es en sí su propio opuesto. La única contrapartida filosófica en este caso es la dialéctica hegeliana: muy al principio de la Lógica, el Ser y la Nada no son complementarios, ni tampoco Hegel pretende que cada uno de ellos obtenga su identidad mediante su diferencia con respecto al otro. De lo que se trata es de que el Ser, cuando tratamos de captarlo “como es”, en su pura abstracción e indeterminación, sin ulterior especificación, se manifiesta que es Nada.

Otro ejemplo, tal vez más próximo al Real lacaniano, sería la crítica de Hegel a la Cosa-en-sí [das Ding-an-sich] de Kant. Hegel intenta mostrar que esta famosa Cosa-en-sí, este plus de objetividad al que no se puede alcanzar mediante el pensamiento, esta entidad trascendente, es efectivamente una pura “Cosa-de-Pensamiento [Gedankending]”, una pura forma de Pensamiento: la trascendencia de la Cosa-en-sí coincide inmediatamente con la pura inmanencia del Pensamiento. Es decir, ¿cómo alcanzamos, cómo construimos la idea de una Cosa-en-sí? Por medio de una abstracción, mediante la sustracción de todas las determinaciones particulares y concretas de la objetividad que se supone que dependen de nuestra subjetividad —y lo que queda después de esta abstracción de todos los contenidos particulares y determinados es precisamente una forma de Pensamiento pura y vacía.

Lacan da la clave de esta paradójica coincidencia de opuestos en su seminario Aún cuando indica que “lo real puede inscribirse [peut s’inscrire] sólo mediante un bloqueo insuperable de la formalización” (Lacan, 1975, p. 85). Lo real es obviamente, en un primer acercamiento, aquello que no puede inscribirse, que “no cesa de no escribirse [ne cesse pas de ne pas s’écrire]” —la roca contra la que cualquier formalización tropieza. Pero es precisamente a través de este fracaso que podemos en cierta manera rodear, localizar el lugar vacío de lo Real. En otras palabras, lo Real no puede inscribirse, pero podemos inscribir esta imposibilidad, podemos ubicar el lugar que tiene: un lugar traumático que es causa de una serie de fracasos. Y en conjunto, la tesis de Lacan es que lo Real no es más que esta imposibilidad de su inscripción: lo Real no es una entidad positiva trascendente, que persiste en algún lugar más allá del orden simbólico como un núcleo duro inaccesible a éste, una especie de “Cosa-en-sí” kantiana —en sí no es nada, sólo un vacío, una vacuidad en una estructura simbólica que marca alguna imposibilidad central. En este sentido es en el que se ha de entender la enigmática frase lacaniana que define al sujeto como una “respuesta de lo Real”: podemos inscribir, circundar el lugar vacío del sujeto a través del fracaso de la simbolización de éste, porque el sujeto no es sino el punto fallido del proceso de su representación simbólica.

En la perspectiva lacaniana, el objeto como real es entonces, en un último análisis, sólo un cierto límite: podemos rebasarlo, dejarlo atrás, pero no podemos alcanzarlo. Esta es la lectura lacaniana de la clásica paradoja de Aquiles y la tortuga: Aquiles, por supuesto, puede rebasarla, pero no Puede alcanzarla, marchar a su paso. Es como la vieja paradoja brechtjana de la felicidad en la Ópera de tres centavos: no has de ir tras la felicidad con demasiada desesperación, Porque silo haces podrías rebasarla y la felicidad quedaría atrás de ti... Ése es el Real lacaniano: un cierto límite que Siempre se yerra —siempre llegamos demasiado pronto o demasiado tarde. Y como el difunto Michel Silvestre indicaba (Silvestre, 1986), lo mismo sucede con la llamada “asociación libre” en psicoanálisis: por una parte es imposible lograrla, no podemos entregamos espontáneamente a ella siempre manipulamos, tenemos determinada intención, et cétera; pero por otra parte, no podemos eludirla; cualquier cosa que digamos durante el análisis tiene ya el estatuto de asociación libre. Por ejemplo, no puedo, en plena sesión, voltearme al analista y decir: “Ahora un momento, quiero hablarle realmente en serio, de persona a persona...” —aun cuando lo hagamos, la fuerza de representación que esto tiene está ya anulada, es decir, tiene ya el estatuto de “asociación libre”, de algo que se ha de interpretar y no tomar al pie de la letra.


OTRO CHISTE HEGELIANO


¿Qué noción del sujeto es compatible con este carácter paradójico de lo Real? El rasgo básico del sujeto lacaniano es, por supuesto, su enajenación en el significante: en cuanto el sujeto es capturado por la red significante radicalmente externa, es mortificado, desmembrado, dividido. Para tener una idea de lo que quiere decir la división lacaniana del sujeto, sólo hay que recordar la conocida paradoja de Lewis Carroll: “Estoy tan contenta de que no me gusten los espárragos”, dijo la niña a su amigo simpatizante, “porque si me gustaran, tendría que comerlos —y no los puedo soportar!”. Tenemos aquí todo el problema lacaniano de la reflexividad del deseo: el deseo es siempre un deseo de deseo —la pregunta no es de manera inmediata “Qué he de desear?”, sino “Hay muchas cosas que deseo, tengo muchos deseos ¿cuál de ellos merece ser el objeto de mi deseo? ¿Cuál deseo he de desear?”.

Esta paradoja se reproduce literalmente en la situación básica de los clásicos procesos políticos stalinistas, en los que la víctima a la que se acusa se supone que al mismo tiempo ha de confesar que le gustan los espárragos (la burguesía, la contrarrevolución) y expresar una actitud de rechazo a su propia actividad, hasta el punto de pedir que la sentencien a muerte. Esta es la razón de que la víctima de1 stalinismo sea el perfecto ejemplo de la diferencia entre el sujet d’énoncé (sujeto del enunciado) y el sujet dénonciation (sujeto de la enunciación). La demanda que el Partido le dirige es: “En este momento, el Partido tiene necesidad del proceso para consolidar los triunfos de la revolución, así que sé un buen comunista, préstale un último servicio al partido y confiesa.” Aquí tenemos la división del sujeto en su forma más pura: la única manera que tiene el acusado de confirmarse como buen comunista, en el plano del sujet d’énonciation, es confesar —para determinarse, en el plano del su jet d’énoncé, como traidor. Ernesto Laclau tal vez tuviera razón cuando en una ocasión observó (en una
conversación privada) que no es sólo el stalinismo lo que es un fenómeno lingüístico, sino el lenguaje lo que es un fenómeno stalinista.

Aquí, no obstante, hemos de distinguir detenidamente entre esta noción lacaniana del sujeto dividido y la noción “posestructuralista” de las posiciones de sujeto. En el “posestructuralismo”, usualmente el sujeto está reducido a la llamada subjetivación, se lo concibe como un efecto de un proceso fundamentalmente no subjetivo: el sujeto siempre está atrapado, atravesado por el proceso presubjetivo (de “escritura”, de “deseo” y así sucesivamente), y la insistencia se hace en los diferentes modos individuales de “experimentar” de “vivir” sus posiciones como “sujetos”, “actores”, “agentes” del proceso histórico. Por ejemplo, sólo llegado un determinado momento de la historia europea, el autor de obras de arte, un pintor o un escritor, comienza a verse a sí mismo como un individuo creativo que da expresión en su
trabajo a su riqueza interior subjetiva. El gran maestro de este tipo de análisis fue, por supuesto, Foucault: se podría decir que el tema principal de su última obra fue articular los diferentes modos en que los individuos asumen sus posiciones de sujeto. Pero con Lacan tenemos una noción muy diferente de su jeto Para decirlo llanamente: si hacemos una abstracción, si Sustraemos toda la riqueza de los diferentes modos de subjetivación toda la plenitud de la experiencia presente en el modo en que los individuos “viven” sus posiciones de sujeto, lo que queda es un lugar vacío que se llenó con esta riqueza;
este vacío original, esta falta de estructura simbólica, es el sujeto, el sujeto del significante. El sujeto es por lo tanto estrictamente opuesto al efecto de subjetivación: lo que la subjetivación encubre no es un proceso pre o transubjetivo de


La conclusión general que hay que extraer de todo esto es que, en un cierto dominio, las paradojas de Zenón son plenamente válidas: es el dominio de la relación imposible del sujeto con el objeto causa de su deseo, el dominio de la pulsión que circula interminablemente en torno al objeto.[2]

El fantasma designa la relación imposible del sujeto con a, el objeto causa de su deseo. El fantasma es usualmente concebido como un guión que realiza el deseo del sujeto. El fantasma es usualmente concebido como un guión que realiza el deseo del sujeto. (…) La idea fundamental del psicoanálisis es que el deseo no es algo dado de antemano, sino algo que se debe construir, y el papel del fantasma consiste precisamente en proporcionar las coordenadas del deseo del sujeto, especificar su objeto, situar la posición que el sujeto asume. Sólo a través del fantasma se constituye el sujeto como deseante: a través del fantasma aprendemos a desear.[3]

¿En qué consiste este excedente de lo interior? Por supuesto, consiste en el espacio fantasmático.[4]

El objeto a es precisamente ese excedente, esa ficción elusiva que arrastra al hombre a cambiar su existencia. En realidad, no es nada en absoluto, sólo una superficie vacía (la vida del hombre después de la ruptura era la misma que antes), pero gracias a él la ruptura vale la pena.[5]

Si miramos de frente, es decir, con realismo, de modo desinteresado y objetivo, sólo vemos una mancha informe: el objeto sólo asume rasgos claros y distintos si lo miramos ‘desde un costado’, es decir, con una mirada interesada, sostenida, impregnada y ‘distorsionada’ por el deseo. Esto describe perfectamente al objeto a, el objeto causa del deseo: un objeto que, en cierto sentido, es puesto por el deseo mismo. La paradoja del deseo es que pone retroactivamente su propia causa; el objeto a es un objeto que sólo puede percibir una mirada ‘distorsionada’ por el deseo, un objeto que no existe para una mirada ‘objetiva’. En otras palabras, siempre, por definición el objeto a es percibido de manera distorsionada, porque fuera de esta distorsión, ‘en sí mismo’, él no existe, ya que no es nada más que la encarnación, la materialización de esta distorsión, de este excedente de confusión y perturbación introducido por el deseo en la denominada ‘realidad objetiva’. ‘Objetivamente’, el objeto a es nada, pero, visto desde un cierto ángulo, asume la forma de ‘algo’. Tal como lo formula de un modo extremadamente preciso la Reina en su respuesta a Bushy, se trata de ‘su pena por algo’ engendrada por ‘nada’. El deseo ‘levanta vuelo’ cuando ‘algo’ (su objeto causa) se encarna, da una existencia positiva a su ‘nada’, a su vacío. Este ‘algo’ es el objeto anamorfótico, un puro semblante que sólo podemos percibir claramente ‘mirando al sesgo’. Sólo y precisamente la lógica del deseo desmiente la sabiduría obvia de que ‘de la nada no se sigue nada’: en el movimiento del deseo, ‘algo procede de la nada’. Aunque es cierto que el objeto causa del deseo es un puro semblante, esto no le impide desencadenar toda una serie de consecuencias que regulan nuestra vida y nuestros hechos ‘materiales, efectivos’.[6]

…Precisamente en los sueños, y sólo en ellos, encontramos lo real de nuestro deseo. Nuestra realidad común cotidiana, la realidad del universo social en el cual asumimos nuestros roles de personas decentes y bondadosas, se convierte en una ilusión basada en una cierta represión, en pasar por alto lo real de nuestro deseo. Esta realidad social no es entonces más que una débil telaraña simbólica que la intrusión de lo real puede desgarrar en cualquier momento. […] Ésta es la imagen de la realidad cotidiana que ofrece el psicoanálisis: un frágil equilibrio que puede destruirse en cualquier momento si, de un modo totalmente contingente e impredecible, hace irrupción el trauma[7].

Lejos de ser un signo de locura, la barrera que separa lo real de la realidad es por lo tanto la condición misma de un mínimo de normalidad: la locura (la psicosis) aparece cuando esta barrera se rompe, cuando lo real inunda la realidad (como en el derrumbe autístico) o cuando está en sí mismo incluido en la realidad (asumiendo la forma del Otro del Otro: por ejemplo, del perseguidor del paranoico).[8]

La demanda implica casi siempre una cierta mediación dialéctica: demandamos algo, pero aquello a lo que apuntamos realmente con esa demanda es otra cosa, a veces incluso la denegación misma de la demanda en su literalidad. Con toda demanda se plantea necesariamente una pregunta: “Demando esto, pero ¿qué es lo que realmente quiero?” Por el contrario, la pulsión persiste en una demanda segura, es una insistencia ‘mecánica’ que no puede ser apresada con ningún artificio dialéctico: demando algo y persisto en ello hasta el final.[9] Demanda incondicional = pulsión pura = sin deseo

Es un lugar común que la simbolización como tal equivale a la muerte simbólica: cuando hablamos sobre una cosa, suspendemos su realidad, la ponemos entre paréntesis. Precisamente por esta razón el rito funerario ejemplifica la simbolización en su forma más pura: a través de él, el muerto es inscrito en el texto de la tradición simbólica, se le asegura que, a pesar de la muerte, ‘seguirá vivo’ en la memoria de la comunidad. Por Otoro lado, el ‘retorno del muerto vivo’ es el reverso del rito funerario adecuado. Mientras que este último implica una cierta reconciliación, una aceptación de la pérdida, el retorno del muerto significa que no puede encontrar su lugar propio en el texto de la tradición. Los dos grandes acontecimientos traumáticos del Holocausto y el Gulag son casos ejemplares del retorno de los muertos en el siglo XX. Las sombras de sus víctimas continuarán persiguiéndonos como ‘muertos vivos’ hasta que les demos un entierro decente, hasta que integremos el trauma de su muerte en nuestra memoria histórica. Lo mismo podría decirse del ‘crimen primordial’ que funda la historia, el asesinato del ‘padre primordial’ (re)construido por Freud en Tótem y Tabú: el asesinato del padre queda integrado en el universo simbólico en cuanto el padre muerto comienza a reinar como agencia simbólica del Nombre-del-Padre. Pero esta transformación, esta integración, siempre deja un resto; siempre hay un excedente que vuelve en la forma de la figura obscena y vengadora del Padre-del-Goce, de esa figura escindida entre la venganza cruel y la risa loca, como, por ejemplo, el famoso Freddie de Pesadilla.[10]

No obstante, el papel de lo real lacaniano es radicalmente ambiguo: por cierto, irrumpe en la forma de un retorno traumático, trastorna el equilibrio de nuestras vidas, pero al mismo tiempo es un sostén de ese equilibrio[11].

Una lección elemental sobre la idea freudiana de la pulsión: su objeto es en última instancia indiferente y arbitrario. (…) Para que un objeto ocupe su lugar en un espacio libidinal, debe permanecer oculto su carácter arbitrario. (…) El objeto debe parecer encontrado, debe ofrecerse como sostén y unto de referencia para el movimiento circular de la pulsión[12]. Aunque cualquier objeto puede funcionar como objeto causa de deseo (en cuanto el poder de fascinación que ejerce no es su propiedad inmediata, sino que resulta del lugar que ocupa en la estructura), por necesidad estructural debemos caer víctimas de la ilusión de que el poder de fascinación pertenece al objeto como tal.[13]

¿Por qué el mecanismo simbólico tiene que engancharse a ‘una cosa’, a algún fragmento de lo real? Desde luego, la respuesta lacaniana es que ello se debe a que el campo simbólico está desde siempre barrado, mutilado, estructurado en torno a algún núcleo éxtimo, alguna imposibilidad. La función del ‘pequeño fragmento de lo real’ es precisamente llenar el espacio de este vacío que se abre en el corazón mismo de lo simbólico.[14]

Una brecha irreductible separa a lo real de los modos de su simbolización.

El hecho de que el hombre es un ser hablante significa precisamente que, por así decirlo, está constitutivamente ‘fuera de carril’, marcado por una fisura irreductible que el edificio simbólico intenta reparar en vano. De tanto en tanto, esta fisura hace irrupción de alguna manera espectacular, recordándonos la fragilidad del edificio simbólico: el último episodio se llamó Chernobyl. […] En este punto irrepresentable donde el fundamento mismo de nuestro mundo parece disolverse, el sujeto tiene que reconocer el núcleo de su ser más íntimo. En última instancia, ¿qué es esta ‘herida abierta del mundo’ si no el hombre mismo, el hombre en cuanto dominado por la pulsión de muerte, en cuanto su fijación al espacio vacío de la Cosa lo extravía, lo priva de sostén en la regularidad de los procesos vitales? La aparición misma del hombre necesariamente entraña una pérdida del equilibrio natural, de la homeostasis propia de los procesos de la vida[15]. […] Hay que abandonar la idea misma del hombre como un ‘exceso’ con respecto al circuito equilibrado de la naturaleza.

[…] La teoría del caos subvierte de este modo la ‘intuición’ básica de la física clásica, según la cual todo proceso, librado a sí mismo, tiende a una especie de equilibrio natural (un punto de reposo o un movimiento regular)[16]. […] La Cosa freudiana, ¿no es una especie de atractor fatal que perturba el funcionamiento regular del aparato psíquico, impidiéndole establecerse en un equilibrio? (…) El arte de la teoría del caos consiste en que nos permite ver la forma misma del caos, nos permite ver una pauta donde comúnmente no vemos más que un desorden informe.

No se trata de ‘detectar el orden que está detrás del caos’, sino de identificar la forma, el patrón del caos, de su dispersión irregular (…) una ciencia que elabore las reglas generales de la contingencia. [17]

Lo real es un núcleo duro en torno al cual fracasa cualquier simbolización.[18]

La ambigüedad de lo real lacaniano no reside sólo en el núcleo no simbolizado que aparece de pronto en el registro simbólico con la forma de ‘retornos’ y ‘respuestas’ traumáticos. Lo real está al mismo tiempo contenido en la forma simbólica en sí: lo real es inmediatamente reproducido por esta forma. […] El registro del significante se define como un círculo vicioso de diferencialidad: es un registro de discurso en el cual la identidad de cada elemento está sobredeterminada por su articulación, es decir, que cada elemento es sólo su diferencia respecto de los otros, sin ningún sostén en lo real. […] Si en 1962 Lacan había postulado que ‘el goce está interdicto para quien habla, como tal’ en el nuevo seminario teorizó una letra paradójica que no es más que goce materializado.[19]

Estamos ahora en condiciones de especificar con más claridad los contornos del escenario fantasmático que sostiene este fenómeno del saber en lo real: en la realidad psíquica encontramos una serie de entidades que, literalmente, sólo existen sobre la base de una falta de reconocimiento, es decir, en la medida en que el sujeto no sabe algo, en la medida en que algo queda sin decir, en que eso no es integrado al universo simbólico. En cuanto el sujeto llega a saber demasiado, paga por este exceso, por este saber excedente ‘en la carne’, próximo a la sustancia misma de su ser. Sobre todo el yo es una entidad de este tipo; consiste en una serie de identificaciones imaginarias de las que depende la consistencia del ser del sujeto; en cuanto este último ‘sabe demasiado’, enguanto se acerca demasiado a la verdad inconsciente, su yo se disuelve. El ejemplo paradigmático de este drama es Edipo: cuando finalmente se entera de la verdad, desde el punto de vista existencial ‘la tierra desaparece bajo sus plantas’, y él se encuentra en un vacío insoportable.[20]

El inconsciente debe concebirse como una entidad positiva que sólo conserva su consistencia sobre la base de un cierto no saber: su condición ontológica positiva es que algo debe quedar sin simbolizar, algo no debe ser puesto en palabras.

La realidad en sí no es más que la corporización de un cierto bloqueo en el proceso de la simbolización. Para que la realidad exista, algo debe quedar sin decir.[21]



[1] Zizek, S.: El sublime objeto de la ideología, México, Siglo XXI, 1992, pp. 221-26.

[2] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 21.

[3] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 22.

[4] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 35.

[5] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 25.

[6] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 29-30.

[7] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 36 y 37.

[8] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 36.

[9] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 45-46.

[10] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 48.

[11] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 56.

[12] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 61.

[13] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 62.

[14] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 62-63.

[15] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 66.

[16] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 69.

[17] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 70.

[18] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 67.

[19] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 71.

[20] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 77-78.

[21] Žižek, S., Mirando al sesgo, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 78.

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