viernes, 11 de marzo de 2011

El cuerpo de Michel Bernard

A priori es inútil justificar una reflexión sobre el cuerpo: la vida, por cierto, nos lo impone cotidianamente, ya que en él y por él sentimos, deseamos, obramos, nos expresamos y creamos.[1]

Pero esa experiencia [del cuerpo] no es precisamente unívoca: vivir el propio cuerpo no es sólo asegurarse su dominio o afirmar su potencia sino que también es descubrir su servidumbre, reconocer su debilidad. (…) En suma, si el cuerpo magnifica la vida y sus posibilidades infinitas, proclama al propio tiempo y con la misma intensidad nuestra muerte futura y nuestra esencial finitud. (…) Por eso, el discurso sobre el cuerpo nunca puede ser neutro. Hablar del cuerpo obliga a aclarar más o menos uno u otro de sus dos aspectos: el aspecto a la vez prometeico y dinámico de su poder demiúrgico y de su ávido deseo de goce y ese otro aspecto trágico y lastimoso de su temporalidad, de su fragilidad, de su deterioro y precariedad. De manera que toda reflexión sobre el cuerpo es, quiérase o no, ética y metafísica: proclama un valor, indica una cierta conducta y determina la realidad de nuestra condición humana.[2]

…Ninguna filosofía puede eludir una reflexión sobre el cuerpo sin condenarse a ser una mera especulación vacua, fútil, estéril. De suerte que puede reconstruirse toda la historia de la filosofía si se limita uno a considerar tan sólo las diferentes maneras en que los filósofos entendieron el cuerpo.[3]

De manera que semejante enfoque [del cuerpo] oscila entre la condenación o denuncia del cuerpo, considerado como cortina, obstáculo, prisión, pesantez, tumba[4], en suma, como motivo de alienación y apremio, por un lado, y la exaltación o apología del cuerpo, entendido como órgano de goce, instrumento polivalente de acción, de creación, fuente y arquetipo de belleza, catalizador y espejo de las relaciones sociales, en suma, como medio de liberación individual y colectiva, por otro lado[5].

Esta parecería ser la perspectiva del propio Freud quien, al reconocer en el hombre una dualidad fundamental de pulsiones opuestas, la pulsión de vida y la pulsión de muerte, se ve forzado a destacar la potencia y la intensidad de la energía libidinal del cuerpo y al propio tiempo a descubrir en el cuerpo la fuente primera de sufrimiento en la medida en que ‘destinado a la decadencia y a la disolución, el cuerpo no puede siquiera prescindir de esas señales de alarma que constituyen el dolor y la angustia’[6]. En otras palabras, la teoría freudiana puede servir de fundamento o garantía tanto a una depreciación sistemática de nuestro ser corporal como a un panegírico apasionado de su dinamismo sexual y, por lo tanto, de sus posibilidades de goce y de expansión personal.[7]

Bernard hace referencia a la importancia de la contribución de la tradición psicoanalítica en la transformación radical de la cultura contemporánea en actitud hacia el cuerpo, citando, entre otros, los aportes de Melanie Klein, Jacques Lacan, Wilhelm Reich y del mismo Freud[8]. El mismo autor menciona también las influencias de la psicología, la psicopedagogía, la antropología y la semiología además de las innovaciones en las artes (sobre todo en la danza, en el teatro y en la literatura).

Pero más que la importancia cultural que adquirió el tema del cuerpo en nuestro mundo occidental contemporáneo, lo que hay que señalar es la profunda transformación que sufrió nuestra actitud cotidiana frente al cuerpo o, dicho con otras palabras, la transformación de las costumbres de la sociedad. Uno de los cambios más espectaculares es, sin duda alguna, el gusto que manifiestan las jóvenes generaciones (bajo la influencia de los hippies y del teatro de vanguardia) por la desnudez como medio de retornar a la naturaleza, de redescubrir la inocencia corporal, escarnecida cotidianamente por ‘la obscenidad’ de la guerra y de la explotación. […] Pero la sociedad capitalista supo desbaratar hábilmente esta maniobra y, como siempre, utilizarla en beneficio propio al transformar la amenaza que ella representaba en un juego divertido, ostentoso y perverso, capaz de excitar la lubricidad, en suma, transformándola en un nuevo objeto de consumo. (…) Nadie ignora tampoco la explotación comercial a que dio lugar la rehabilitación, tan legítima y tan deseable, de la sexualidad y de su arte sutil y necesario, el erotismo.[9]

Cita el concepto marcusiano de “desublimación represiva”. (p. 17) Agrega que esta desublimación es el complemento de la sublimación en la esfera del trabajo y del deporte (sobre todo en los deportes de alto rendimiento, pero en general, en la popularización del deporte).

Bernard reseña las primeras explicaciones fisiológicas y psicológicas de nuestra corporeidad a partir de los conceptos de cenestesia, imagen corporal y esquema corporal. Después muestra el aspecto esencialmente relacional del cuerpo en su forma psico-biológica y existencial. Finalmente muestra el impacto sociológico e ideológico que la sociedad imprime a la corporeidad, explicitando la estructura mitológica del cuerpo.

El fisiólogo Reil inventó a principios del siglo XIX el “concepto de cenestesia (del griego koiné, común, y áisthesis, sensación) para designar ‘el enmarañado caos de sensaciones que se transmiten continuamente desde todos los puntos del cuerpo al sensorio, es decir, al centro nervioso de las aferencias sensoriales’”[10]. Se trata de un concepto confuso e inverificable que abarca dos tipos diferentes de sensibilidad: la propiamente visceral o “introceptiva” y la postural o “propioceptiva”. “Explicar la experiencia corporal mediante la cenestesia equivale, en virtud de una especie de ilusión animista, a explicar la conciencia por la conciencia misma, a confundir la causa con los efectos”[11]. El médico francés E. Bonnier construyó el concepto de “esquema corporal” para hacer referencia a la configuración topográfica del cuerpo que cada cual posee. “Esta idea de ‘esquema’ es esencialmente un modelo perceptivo del cuerpo como configuración espacial: es, en el fondo, lo que permite al individuo diseñar los contornos de su cuerpo, la distribución de sus miembros y de sus órganos, y localizar los estímulos que se le aplican así como las reacciones con que el cuerpo responde”.[12]

Para designar ese patrón por el cual se miden todos los cambios de postura antes de penetrar en la conciencia proponemos la palabra esquema. Como cambiamos continuamente de posición, estamos siempre construyendo un modelo postural de nosotros mismos que sufre una transformación constante. Cada nueva postura o cada nuevo movimiento se registra en este esquema plástico, en tanto que la actividad cortical pone en relación el esquema con cada nuevo grupo de sensaciones suscitadas por la nueva postura. Una vez establecida esta relación, síguese de ella un conocimiento de la postura.[13]

En otras palabras, el conocimiento que nos permite emplear diariamente nuestro cuerpo en las actividades más triviales depende de la asociación de esquemas que se modifican indefinidamente y que, por lo tanto, son esencialmente plásticos, aunque también de naturaleza fisiológica, puesto que se fundan en procesos corticales. En realidad, hay dos grandes categorías de esquemas:

- Los esquemas posturales, de los que acabamos de hablar y que dan la sensación de la posición del cuerpo, la apreciación de la dirección del movimiento y la conservación del tono postural.

- Los esquemas de la superficie del cuerpo que permiten localizar en la piel los puntos en que ésta es tocada, pues, según vimos, un paciente puede ser capaz de indicar correctamente el lugar exacto en que acaba de ser tocado o pinchado con un alfiler sin reconocer empero la posición que ocupa en el espacio el miembro tocado.[14]

En el esquema corporal los datos táctiles kinestésicos y los datos ópticos no pueden separarse unos de otros sino mediante procedimientos artificiales. Lo que estudiamos son los cambios producidos en la unidad del modelo postural del cuerpo por un cambio de las sensaciones en la esfera táctil y óptica. El sistema nervioso obra como un todo en relación con la situación global. La unidad de percepción es el objeto que se presenta por los sentidos y a todos los sentidos. La percepción es sinestésica; y también el cuerpo, en cuanto objeto, se presenta a todos los sentidos.[15] Pero, según Schilder, es preciso ir aún más allá y afirmar que la percepción no existe sin acción. (…) Es decir, la percepción y la respuesta motriz son los dos polos de la unidad del comportamiento. Schilder encontró una formulación teórica de esta idea en la teoría de la Gestalt, que precisamente muestra que esta unidad de percepción y acción, lo mismo que la unidad de impresión y expresión, constituye una totalidad original y dinámica que los teóricos de lengua alemana llaman una ‘Gestalt’, es decir, una ‘forma’ o ‘estructura’. El modelo postural del cuerpo ya no se enfoca desde entonces sólo en su aspecto perceptivo sino que se lo concibe como estructura indisolublemente perceptiva y activa que la experiencia enriquece sin cesar. […] Pero la motricidad no es el único factor que influye en nuestra percepción y en nuestra imagen del cuerpo. En realidad, la motricidad está siempre ligada de manera directa o indirecta a una experiencia emocional impuesta por una relación con otras personas. Vivo mi cuerpo simultáneamente con el de otro en virtud de la emoción que éste expresa y que suscita en mí.[16]

“…Para Freud el cuerpo es un conjunto de zonas erógenas, es decir, lugares de excitaciones sexuales concentradas sobre todo en los orificios del cuerpo (zona oral, zona anal, zona genital). Ahora bien, en función de su experiencia pasada y sobre todo de la historia de su infancia, cada individuo siente una determinada zona como privilegiada en relación con las demás zonas: su sensibilidad sexual perfila así la imagen de un cuerpo que tiende necesariamente a modificar la imagen que resulta del modelo postural.[17]

De suerte que la noción de ‘esquema corporal’ ya no debe concebirse como un simple modelo postural de base fisiológica, por tenue que ésta sea, sino que ha de entenderse como una estructura libidinal dinámica, que no cesa de cambiar a causa de nuestras relaciones con el medio físico, vital y social, es decir, una estructura que está ‘en perpetua autoconstrucción y autodestrucción interna’. Trátase pues de un proceso continuo de diferenciación en el cual se integran todas las experiencias incorporadas en el transcurso de nuestra vida (experiencias perceptivas, motrices, afectivas, sexuales, etc.).[18]

Schilder no logra unificar el modelo fisiológico y el psicoanalítico.[19] “Los dos modelos de la imagen del cuerpo (…) continúan siendo sencillamente dos piezas pegadas, arbitrariamente yuxtapuestas.[20]

SEGUNDA PARTE: EL CUERPO COMO RELACIÓN

El enfoque psico-biológico del cuerpo

Según Wallon, este animismo ingenuo se explica por un hecho extraño pero muy significativo, a juicio del autor: el niño al principio identifica mejor los órganos y las formas corporales en otras personas que en él mismo. Por ejemplo, un niño de alrededor de un año que intenta mamar localiza exactamente en otras personas el lugar de los senos de la madre. En cambio, alrededor de la misma edad llama ‘tetitas’, como los senos de su madre, a las dos puntas rojas que ve en el codo del padre. Parecería, pues, que del complejo global, que hasta entonces le hacía buscar exclusivamente a la madre, el niño hubiera aislado impresiones particulares de lugar y de forma que pueden transferirse a cualquier otra persona. Son imágenes que flotan, pues, indistintamente sobre las cosas y que siempre están dispuestas a asimilarse lo que tiene con ellas alguna analogía, siquiera remota, aunque nunca pueden cobrar verdadera realidad.[21]

La emoción es, a juicio de Wallon, una forma de adaptación al medio y, más específicamente, a los demás; es una forma intermedia entre la primitiva y mecánica de los automatismos y la más elaborada e intelectiva de las representaciones. Esta adaptación emocional es esencialmente de origen postural y su núcleo es el tono muscular. […] En suma, la función tónica del cuerpo es la función primitiva y fundamental de la comunicación y del intercambio.[22]

…El niño al principio sólo conoce y vive su cuerpo como cuerpo en relación y o como una forma abstracta o una masa abstracta considerada en sí misma. Ese cuerpo en relación está integrado por medio del cuerpo de otra persona en la medida en que el propio cuerpo se proyecta a ese cuerpo de otro y lo asimila, en primer lugar, por obra del juego del diálogo tónico: cada emoción del niño, al manifestarse, se objetiva para su conciencia, la cual vive así la emoción a la vez como autor y espectador y se identifica, por consiguiente, con la conciencia de cualquier otro espectador real o imaginario.[23]

Para que el niño logre unificar su yo en el espacio, debe reconocer, por un lado, que su imagen especular sólo tiene la apariencia de la realidad percibida en su propio cuerpo y, por otro lado, que esa apariencia tiene una realidad que él no puede percibir con sus propios sentidos. De ahí, según Walllon , el siguiente dilema: ‘o bien imágenes sensibles, pero no reales; o bien imágenes reales, pero sustraídas al conocimiento sensorial’. De manera que para resolver este dilema el niño debe ser capaz de librarse de las impresiones sensibles inmediatas y actuales y de subordinarlas a sistemas puramente virtuales de representación, es decir, debe adquirir la función simbólica. (…) ‘Al vaciarse de su existencia, la imagen se ha hecho puramente simbólica’.[24]

En lugar de ‘la noción ambigua y flotante’ de un esquema corporal estático preexistente, Wallon prefiere pensar enana urdimbre de relaciones cambiantes entre ‘el espacio postural y el espacio circundante’, el primero producido por las mutaciones de las dif erentes actividades sensoriales y kinestésicas y el segundo condicionado por el (…) en definitiva, nuestro lenguaje.

Pero los supuestos, la orientación y la conceptualización, demasiado biologizantes y organicistas del desarrollo de Wallon, no siempre le permitieron describir fielmente y analizar esta situación compleja y cambiante de la especialidad del porpio cuerpo. Esto es por lo menos lo que parece haber pensado Merleau-Ponty quien, si bien apoyándose en las ideas de Wallon, creyó necesario someter esa especialidad al análisis fenomenológico y describirla desde esa posición, a fin de restituir toda su autenticidad a la experiencia de la corporeidad.[25]



[1] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 11.

[2] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 11-12.

[3] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 12.

[4] [Nota del autor] Recuérdese el juego de palabras de los filósofos pitagóricos: soma, sema, que significa ‘el cuerpo es tumba’.

[5] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 12-13.

[6] [Nota del autor] Véase de S. Freud, Malaise dans la civilisation, traducido por Ch. e I. Odier, en Revue Francaise de Psychanalyse, enero de 1970, Gallimard, p. 20.

[7] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 13

[8] Cf. Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 14-15.

[9] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 16-17.

[10] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 27.

[11] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 28

[12] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 29. “La hipótesis fundamental de un esquema del cuerpo, es decir, de una estructura organizada que lo representa, tuvo cierto éxito y suscitó una variada descendencia, aunque con diferentes conceptualizaciones” (Op. Cit. p. 30), por ejemplo: imagen espacial del cuerpo, esquema postural, esquema corporal, imagen de nuestro cuerpo e imagen de sí mismo.

[13] Head citado por Schilder en L’image du corps, Gallimard, 1968 (Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 36).

[14] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 36-37.

[15] Schilder, P., L’image du corps, Gallimard, 1968, pp. 41 y 61, citado por Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 39.

[16] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 40 y 42.

[17] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 42. “La imagen psicoanalítica del cuerpo o, más exactamente, el enfoque freudiano del cuerpo libidinal, es decir, el cuerpo como fuente de excitaciones y reacciones sexuales, como deseo, placer y dolor. (Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 46).

[18] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 43-44.

[19] Cf. Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 44.

[20] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 45.

[21] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 50-51. Subrayado nuestro.

[22] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 52 y 53.

[23] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 53.

[24] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 57.

[25] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 59.


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El enfoque psicoanalítico del cuerpo

Ya vimos, (…) que nuestra imagen del cuerpo resultaba no sólo de nuestra experiencia perceptivomotriz, sino también y sobre todo de nuestra sensibilidad sexual aguzada por las fluctuaciones de nuestros deseos, placeres y sueños. En efecto, sabemos que, según Freud, vivimos nuestro cuerpo desde nuestra más tierna infancia como pulsión sexual o libido diversificada ya por la fuente de excitaciones (los orificios corporales, boca, ano, órganos genitales), ya por su finalidad (ver y dominar).

Ahora bien, como esas pulsiones parciales funcionan y tienden a satisfacerse en el niño independientemente las unas de las otras, el cuerpo no es para él más que un mosaico de zonas erógenas o, según la imagen de G. Deleuze[1], “un traje de arlequín”.[2]

Cada niño vive su cuerpo según la singularidad de su historia propia, según las experiencias personales de satisfacción o frustración de su libido, que él trató de descargar en esas diferentes pulsiones parciales. Esto es lo que Freud llamó “la perversidad polimorfa” del niño, con lo cual designaba, no una disposición viciosa del niño, sino su capacidad polivalente y amoral de goce. Pero precisamente ese goce no apunta a los demás ni a un objeto exterior, sino que se endereza al mismo cuerpo del niño que lo experimenta o, más exactamente, a las diversas zonas erógenas u órganos que componen el cuerpo. El placer del niño es autoerótico y la libido se satisface en la división anárquica del cuerpo[3].

Los deseos del niño, al dar valor o predominio a tales zonas, no sólo desarticulan o desestructuran el cuerpo objetivo descrito por el anatomista sino que también lo desrealizan entregándolo a las fantasías de lo imaginario. Al vivir intensamente su libido, cuyas ávidas exigencias sólo son contenidas por los tabúes de la primera educación, el niño aprehende su cuerpo exclusivamente a través de las proyecciones fulgurantes de sus deseos, es decir, en las relaciones imaginarias con aquel o aquella que debe satisfacerlos.

De suerte que todos los órganos objetivos, tales como se manifiestan a los oos del observador exterior, no sólo los orificios (la boca, el ano, los órganos genitales), sino también todas las mucosas, toda la piel y las partes que ella recubre, están cargados de valores simbólicos, que les dan una configuración irreal, fantasmagórica, extraña, que no guarda proporción con la estructura ni con la función de esos órganos definidas por el hombre de ciencia. El niño vive su cuerpo como en un sueño permanente: el cuerpo se dilata, se contrae, estalla, se metamorfosea según la intensidad, la naturaleza, la dirección de sus necesidades emocionales y de sus deseos, y también según los obstáculos que encuentra. En realidad, nuestros propios sueños de adultos no hacen sino, como observa Schilder, restituir esa “labilidad primitiva” de la imagen del cuerpo en el niño pequeño.[4]

Bernard se pregunta si esto es sólo una etapa transitoria condenada a ser superada en la adultez, y responde: En modo alguno. Si, como ya dijimos, la formación de la imagen del cuerpo es aparentemente la conquista progresiva de esa unidad, la cual permite dominar la totalidad de nuestro cuerpo, éste conserva así y todo una estructura libidinal imaginaria que está diseñada no sólo por los fantasmas de nuestra primera infancia sino también por los fantasmas de todos los conflictos afectivos que agitaron y tejieron la historia de nuestra vida. A nuestro juicio, ésta es la profunda enseñanza que conviene extraer del enfoque freudiano del cuerpo.[5]

Bernard ejemplifica el enfoque freudiano del cuerpo con el análisis del caso Elisabeth von R.[6]. Se trata de “una transformación de los motivos inconscientes en un síntoma corporal, que es su expresión simbólica”[7].

En suma, los síntomas corporales significan muchas cosas: los trastornos motores son para ella y para los demás, por un lado, una garantía permanente de conducta moral; por el otro, una satisfacción indirecta y disfrazada del deseo prohibido, pues Elisabeth siente el dolor como algo causado por el hombre a quien ama (de alguna manera una especie de embarazo); y, por fin, significan un pedido de ayuda, de auxilio al hombre deseado. Como se ve, la joven no aprehende ni vive su cuerpo en su configuración anatómica, en su organización fisiológica, objetiva y neutra tal como se manifiesta al médico, sino antes bien lo vive a través de los hechos y los seres que su deseo transfigura. No siente los movimientos de las piernas en su naturaleza orgánica ni en su función biológica, sino que los siente como signos del goce prohibido con el hombre amado, y, por extensión, como sustituto corporal de ese mismo hombre. Y esto es hasta tal punto cierto que el lenguaje con el que Elisabeth traduce su dolorosa vivencia corporal designa siempre, no la zona anatómica del cuerpo afectada por el dolor, sino su connotación imaginaria, su resonancia inconsciente.[8]

Y es que, en realidad, como hubo de afirmarlo Freud después, el cuerpo debe ser “concebido en su totalidad como erógeno” o que el carácter erógeno es “una propiedad general de todos los órganos”[9]. Todos los órganos pueden estar catectizados por la pulsión sexual y, en consecuencia, significar algo que está más allá de su forma y su función y referirse a algo que los trasciende, a otro cuerpo, que es objeto y fin del deseo. De manera que podemos verificar en el adulto una cierta permanencia del polimorfismo sexual del niño, así como el peso de los fantasmas originales, a través de los cuales el inconsciente del niño descubre su propio cuerpo en el cuerpo de los padres que satisfacen sus pulsiones. En síntesis, hay “una anatomía fantasmática” que no puede reducirse a la anatomía definida objetivamente por el biólogo.

[…] En otras palabras, lo característico del enfoque psicoanalítico del cuerpo estriba en que, rompiendo con el punto de vista del biólogo, sólo encara ese cuerpo como un fantasma producido por lo imaginario y significado por un lenguaje. [10]



[1] [Nota de Bernard] Véase de G. Deleuze, La logique du sens, Minuit, 1969, p. 229 [Deleuze, G., Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1989, p. 202].

[2] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 105.

[3] [Nota de Bernard] Sobre este punto remito a S. Freud, Trois essais sur la théorie de la sexualité, coll. Idées, Gallimard, 1962. Freud, S., Una teoría sexual, Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 1, pp. 771-825.

[4] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 106.

[5] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 107.

[6] Véase Freud, S., Etudes sur l’hystérie, P.U.F., 1956. Freud, S., Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 1, pp. 78-103.

[7] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 108.

[8] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, pp. 109-110.

[9] Ver: Freud, S., Introducción al narcisismo, en Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 1, pp. 1083-1097. Freud, S., Esquema del psicoanálisis, en Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, volumen 3, pp. 1009 ss.

[10] Bernard, M., El cuerpo, Buenos Aires, Paidós, 1980, p. 111.

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